Monday, November 07, 2011

Una diarrea mental que salió otra cosa pero que reconforta por el hecho de escribir...

Qué pedo. Aquí escribiendo. Sin ningún preámbulo pendejo, AQUÍ LES VA MI ENÉSIMA DIARREA MENTAL. Van a creer que es sobre el famoso bullying pero no, no era mi intensión, mucho menos para aquellos que saben qué es una diarrea mental en alernaland (qué mamón se leyó eso).

Bueno, al final de pinches cuentas hice un preámbulo… ¿Quieres leer mi post nuevo? Bienvenid@, ponte cómod@ y deja de ser productivo durante unos 20 minutos, que el mundo no se va a acabar si dejas de mandar ese reporte, al contrario le harás un favor a todos dejar de contribuir al engranaje de la bestia de siete cabezas y nombre blasfemo. ¿Te da weba leer? Visita mi facebook, sígueme en mi twitter y olvida esto, que no es para ti, ahí escribo puras idioteces y cosas más sencillitas de esas que disfrutan “leyendo” (que ya saben que para mí esas personas escanean, no leen) día a día y no da tanta weba porque en uno puedo decir que la semana ya empezó y hay que echarle ganas y en otro tengo 140 caracteres para decirles estupidez y media sobre temas banales como #siyofueradiputado o también sobre #queregresenlosexmenudo.

¿Todo bien? Listo. Comenzamos:

Les voy a contar sobre un morrillo, sí un morrillo, como dicen en el norte. En realidad era un niño, pero en el norte ya ven como son y les dicen morros a los niños… costumbres. Pues bien. Un niño. Como de unos 5 años. Que iba al Kínder y que en sus primeros días, ya fuera del lecho maternal, sentía ese gran vacío que la cuna, el calor y los cuidados de mamá le cubrían de cualquier amenaza externa.

Pero el niño debía aprender que la sociedad era compleja, difícil y algo rara. ¿Dónde más? ¡En la Escuelita! Fue entonces cuando se dio cuenta que el tener que vivir (y tolerar, batallar y/o aprender), ser un individuo, persona o ente social se necesitaba primero aprender letras, colores, formas y demás junto con un montón de palabrejas que se necesitan para relacionar todo aquello que pedía con solo levantar la mano, hacer un gemido mamerto o una mirada pendeja a la persona que lo crió en sus primeros años en esta esfera llena de agua, lava incandescente, humanidad fétida y contaminación que las grandes compañías causan para que este pendejo (si, su servilleta) que está usando su ordenador, escribiendo y contando esta inútil historia a horas en que debería de estar dormido ya que forma parte del sistema socioeconómico y necesita producir, crear contaminación involuntaria, calentar más su ordenador, contaminar este pobre mundo… y que seguramente a ustedes, mis pseudolectores les va valer pito este texto (como el mundo, los demás humanos y mi situación fisiológica) y ni van a leer completamente esta tarugada por su inmensa weba y mal hábito de no leer, aunque, claro, podrían refutarme que prefieren leer cosas fructíferas y no pendejadas como esta. Creo que ya me perdí… y creo que de alguna manera podrían tener razón.

¡Ah, sí! Les contaba del niño este… Pues bien, el niño entró al Kínder y vio que había muchos niños igual que él, uniformados y lamidos del copete porque entró a una escuelita de paga; si, de esas que pagas al mes una lana por aprender lo mismo que en una escuela pública pero sin gente de esa que sus padres no quisieran que conociera porque consideraban que merecía tener una educación excelsa y con gente bonita. Pero que al cabo de un tiempo el niño tendrá el gusto (o el infortunio) de conocer a los que salieron de la escuela pública ya que de una u otra manera debes socializar y convivir (que no significa estrecharles la mano o darles una palmadita en el hombro) y estar consciente de que forman parte de eso que le llaman sociedad y que, ni pedo, sangran igual que tú y el revolvedero de educaciones (que al final son las mismas) las reflejas y proyectas, como no sé, haciendo blogs pendejos ¡hahaha!

Este niño, al ver a todos aquellos chavitos uniformados como él y echando relajo por doquier, se dio cuenta que su mundo se había ampliado y que ya no estaría más mami para que le solventara todas sus peticiones. El niño creía que todo sería fácil y que eso de hacer amiguitos y reír juntos mientras jugaban a no sé qué mierdas era algo tan fácil como lo veía en los dibujos animados que le decían que no hay nada más bonito que hacer amigos y ser felices siempre. Pues no.

El primer día, o la primera semana, o al mes, o al segundo año, -no importa, ni siquiera están leyendo esto, ¡haha!- entendió que toda la mierda mercadológica que le encajaba la TV sobre hacer amigos y socializar era una vil mentira. Una mentira porque años después entendió de que la ley del más fuerte operaba no sólo en la jungla poblada de animales salvajes sino también en la sociedad (¿o zoociedad?). Pero, ¿cómo fue que lo entendió? Fueron tres momentos clave durante su estancia en el jardín de niños… O bueno, por lo general siempre son tres puntos clave que hasta en las pinches películas pendejas que ven en el cine las incluyen en la estructura de la historia, espero no me hagan escribirlas si no las saben, regrésense a la secundaria o a donde les enseñaron algo de Literatura y Narrativa… ¿Ah, no? Pues ya tienen wikipedia, búsquenle. La vida es mucho más fácil hoy en día y, si crees lo contrario, se ve que no sabes qué es wikipedia ¡hahaha!

Fueron tres puntos (o momentos) clave en el kínder. El primero, fue cuando lo culparon de una travesura que no cometió y lo llevaron al clásico “salón de castigados”, donde por lo menos le dieron la chance de que se llevara su lonchecito ricosito hecho por su mamita linda y querida, que ya no podía ver a esas horas y que ni pedo, si no le gustaba el lonchecito no habría forma de pedir otra cosa, ¡haha! Estando en el salón de castigados junto con niños y niñas más grandes, además de estar ahí por algo que no hizo, tuvo la desgracia de que una niña mucho mayor que él le aplastara con su zapato culero de brochecito y suela de goma el lonchecito que su mami le había echado a su mochilita con dibujos del Pato Donald feliz donde cargaba eso y dos libritos con dibujos felices.

Creo que ese momento ese morrillo jamás lo olvidará, ya que la monita aquella grandulona seguramente lo vio tan indefenso e inocente que se aprovechó, tal injusticia le hizo ver que la vida de niño de kínder no era fácil y que llorando podía calmar su rabia más no se reconstruiría automáticamente su sandwichito tipo transformer (Sandwichtrón! Transfórmateee!). No supo cómo los demás niños de su salón se enteraron que era tipo el presunto culpable; y por su vulnerabilidad infantil e inocente, casi todo el salón de clase se aprovechaba diciéndole y bromeando que cualquier cosa que alguien más hiciera, el salón le echaría la culpa a él sin deberla ni temerla.

El segundo momento clave fue cuando llevó el gorrito nuevo para invierno que su mami le había comprado la navidad pasada, cuando no iba al infernal kínder, y una mañana al entrar al salón de clase -apestoso a sándwich, cola y crayola- un niño le llega por la espalda y le quita el gorrito aventándolo por todo el salón y los demás niños siguiendo el mismo jueguito para que el morrito una vez más hiciera algún acto para echarle la culpa de algo que no había cometido y fuera castigado por la maestra, la ley de ese lugar.

El tercer momento fue cuando otro niño se había cagado en los calzones, el tipo de niño que si se cagaba en los calzones era porque no controlaba aún sus esfínteres o de plano le daba miedo el “mostro” que aparecía en el baño. Los salones de kínder, si de por sí apestan a cola, ahora con un niño cagado pues era dantesco el hedor. O qué, ¿ahora resulta que no saben y que ninguno de ustedes se cagó en el salón y dejaron el mojón humeante y caliente en el suelo, a un lado de su pupitre? No mamen.

Pues el chavito se cagó, y todos los del salón nuevamente señalaban con sus minúsculos índices, pero con sus maquiavélicas miradas al pobre morrito, que aparentemente sí había aprendido a zurrarse dentro de la taza del W.C., pero por el simple hecho de chingar y de ver si hacía algún movimiento en falso y verlo una vez más regañado por la maestra, reportado, llevado al salón de castigo y a un mar de lágrimas por pinches injusticias de la puta sociedad representada en un salón de 4x4, arreglos con papel maché, borreguitos sonrientes de algodón pegados en las ventanas, centenares de crayolas y gramos de plastilina.

¿Qué entendió este morrito mientras iba creciendo? Reprodujo lo mismo que le hacían en kínder pero ahora en la primaria, luego quizá en secundaria y así podemos irnos hasta llegar a la edad senil… Entendió que la sociedad no sirve como tal. Que aquello que le decía la botarga feliz en el monitor del televisor era una puta y vil mentira. Que los sueños muchas veces son sueños y nada más. Que el más cabrón y el que se siente más cabrón que todos algún día caería porque llegaba otro más cabrón. Que el ser cabrón no significaba nada en un lugar donde sus mismas reglas le exigen a autodestruirse y destruir a los demás. Pero aprendió algo más:

No valía la pena luchar por el gorrito bonito que le habían arrebatado, tarde que temprano aquellas personitas que se lo quitaron caerían; no valía la pena llorar por el lonchecito pisoteado porque aquella niña en un futuro la sociedad le pisotearía su autoestima como el sandwichito que aplastó. Creo que ahora ese morrito entendió que lo mejor era sentarse bajo un árbol y esperar a que sus enemigos cayeran uno por uno o por lo menos reir y sobrevivir en la pequeña sombra que ese árbol le da. Entendió que si reproducía la misma destrucción se estaría autodestruyendo. Entendió también que no era fácil llegar a esa postura y que los demás difícilmente llegarían a tomarla como ejemplo. Entendió que la gente se destruye para transformarse en algo surreal. Todo eso lo entendió. Si, lo entendió… más no lo aprobó.

¿Qué le quedó al morrito al final de las injusticias, las crayolas, los borreguitos y los berrinches de vulnerabilidad?

Su nombre.